El concepto tradicional de arte es como un gobierno del PP, se ataca por todos los frentes externos y hasta sus integrantes parecen empeñados en boicotearlo desde dentro, pero, inexplicablemente, continua a flote, contra viento y marea.
Marcel Duchamp, padre de la modernidad y probablemente el artista más inteligente del siglo XX, se rebeló contra él arrastrando un urinario a una sala de exposición, colocándolo al revés sobre un pedestal y titulándolo "La fuente". Sin embargo, esta euforia de quien finalmente escupe en voz alta algo tan provocativo debió de durarle poco, porque lejos de replantearnos la institución a la que él atacaba decidimos domesticar su rebeldía punk y enseguida nos pusimos a tratar de reescribir los códigos del arte para que esa obra tan incómoda pudiese de algún modo entrar en el molde que habiamos fabricado para ello. Así, a los críticos e historiadores nos faltó tiempo para rebuscar en el viejo baúl del concepto de artista como genio original y hallamos un nuevo poder sobrenatural que adjudicarle: Duchamp, en su infinita genialidad, había señalado con su dedo mágico a un objeto que para nosotros ya pasaba desapercibido, para que, decontextualizándolo de su hábitat natural, pudieramos percatarnos de su valor estético, de la belleza serena de las curvas que lo conformaban. Con esta pirueta, encarrilamos al chico malo del arte en el buen camino, y si cabe, nos apropiamos de toda su energía rebelde para reforzar los conceptos que ya teníamos de obra y artista, del mismo modo que cuando San Francisco de Asís incomodó al Papado, este decidió canonizarlo y tapar con su figura las fisuras que había abierto en el entramado de la Iglesia.
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Cajas Brillo de Andy Warhol: ¿Y ahora qué hacemos con esto? |
Puesto que íbamos a entrar dentro de su burbuja, dejamos de esforzarnos por salir y empezaron a surgir discrepancias desde los sillones más preciados de la institución artística. Andy Warhol, al que la Historia siempre ha tratado como un frívolo que se dedicaba a hacer apología del consumo y del elitismo artístico, creó, quizás accidentalmente, una nueva contradicción en el campo artístico a la que necesitábamos dar respuesta. De un modo mucho menos violento, Warhol fabricó y pintó cajas hasta lograr una copia idéntica a las cajas de detergente Brillo que podíamos encontrar en cualquier supermercado americano. ¡Qué incómodo! En Duchamp pudimos sacar a superficie cómo había escogido, recolocado, firmado y bautizado a su obra del barco hundido de su rompedora propuesta que jamás llegaría a puerto, pero ¿qué podíamos remover para seguir justificando que esas cajas, idénticas en nombre, aspecto e incluso, en cómo se apilaban sobre el suelo de la galería, a las cajas Brillo del supermercado fueran consideradas otra cosa, un objeto artístico que exponer y por el que pagar cantidades desorbitadas de dinero?
Para mí, lo más triste es que la pregunta, cincuenta años después, siga siendo esa: ¿Cómo lo encajamos en lo que ya tenemos? Cómo esa justificiación implica la alienación de cualquier propuesta subersiva. El caso de Warhol me recuerda a esos niños que no se adaptan en el colegio. En vez de aprovechar para replantearnos qué está mal en una institución para no dar cabida a estos casos, son tratados como un problema aislado, y simplemente tratamos que ellos se amolden de una u otra manera. ¿Por qué seguimos queriendo sostener este modelo de valores tan hegemónicos que conocemos desde hace tanto tiempo y que siempre nos ha servido para discernir entre lo que merece estar en el espacio privilegiado que hemos creado? Supongo que interesa más y es más cómodo seguir jugando al "¿Por qué esto es arte?" que pensar qué valores estamos perpetuando dentro del concepto tradicional de arte y sus instituciones.
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